Un reto prometedor


Querer, desde el corazón de un padre y el alma de una madre, es un reto que hay que afrontar para presentar al mundo un ser humano cargado de historia y empuje. Es prometedor reconocerse como consejero y orientador en la vida de tu hijo-a, pues al adoptar una actitud responsable vamos forjando el libro del crecimiento y las páginas de las oportunidades.

Para ello debemos formarnos, preguntarnos y respondernos, como la única estrategia para aprender lo que necesitan y devolverles el mundo que le pedimos prestado en mejores condiciones que cuando lo recibimos y con ellos, como protagonistas verdaderos de nuestro futuro más inmediato.


Crecer es un reto y proyectarnos es un deber que hay que cumplir, reclamando el derecho a enfocar la educación en la esfera de relación padres-hijo, permitiendo la contribución de familiares y amigos en un escenario donde todo se comparte con el único propósito de aportar para el desarrollo integral del niño y del adolescente, en su lanzamiento a un mundo de puertas abiertas, repleto de oportunidades y limitantes.

Dr. Juan Aranda Gámiz



miércoles, 2 de octubre de 2013

¿POR QUÉ LLORAN LOS PADRES?

Hay que tener presente que los padres sonríen cuando se enteran que van a engendrar y dar vida, porque a partir de ahí también lloran de verdad, a veces con lágrimas y otras lloran de desconsuelo o falta de argumentos para sobrellevar el peso y la responsabilidad de un hijo-a, ese ser humano que vive despreocupado porque tiene quién se ocupe de él o ella y que duerme relajado-a porque ya hay alguien más despierto.

Un padre llora cuando no encuentra las herramientas necesarias para apuntalar el proyecto de vida que se ha diseñado para su hijo-a porque ocupa más espacio en su vida algún consejero amigo-a que  busca apalancarse al lado de tu hijo-a y crecer a su costa o a tu sombra.

Una madre llora cuando después de empeñarse con cariño en una compra para la que, a veces, falta dinero y no sobra tiempo, su hijo-a se lo come todo con apetito pero no se acuerda de agradecer el tiempo dedicado a la preparación de la comida y al cariño depositado en un potaje.

Una madre llora cuando el hijo o la hija asume la responsabilidad de su tiempo libre pero no se involucra en la supervisión de los hermanos o en el apoyo a esa ama de casa que ya está cansada desde que se levanta y aún tiene que luchar con el ruido de la lavadora, el peso de la plancha o el polvo que desprende la escoba, mientras barre la acera o la puerta del departamento.

Un padre llora cuando su hijo-a no es un ejemplo para los hermanos, si malgasta su oportunidad de dialogar con ellos y arrecia en peleas porque los pequeños quieren aprender en cada momento del ejemplo de hermano mayor que creen que tienen y sufren porque no saben a quién imitar si se les niega el momento.

Un padre llora cuando su hijo-a se acorrala entre preguntas sin respuestas y olvida lo fundamental, a lo que debiera dedicar más tiempo y entrega, a ese estudio que le va a formar más que la calle y a esa búsqueda de soluciones para los interrogantes, que le van a permitir crecer en conocimiento y actitudes.

Una madre llora cuando su hijo-a pasa más tiempo al lado de una silla, mirándola, que rozando su vestido, porque empieza a tener celos hasta de los mensajes del periódico y descubre que no puede interpretar una música porque no se corresponde con el momento ya vivido, aunque se preocupe de indagar en grupos y en modas, ya que siempre hay un bache generacional que, para los padres, es difícil de comprender y para los hijos difícil de aceptar.

Un padre llora cuando reconoce que su hijo-a aún no tenía esa madurez como para haberle cedido el coche, aún con carnet de conducir inmaculado, cuando no responde a los horarios a pesar de las concesiones que duelen y martirizan, despiertos hasta que se abra la puerta en la madrugada.

Una madre llora porque cedió a pesar de las advertencias de su pareja y la desgracia llamó a su puerta, con lo que la tristeza no podrá ponerse de pie nunca jamás.

Un padre llora si su hijo-a no come, si come mucho, si repentinamente deja de comer, si empieza a cambiar su aspecto o si cambia de horarios de salida, porque es una manifestación de la falta de constancia en su proyecto de vida o porque lo está acomodando a los horarios de quienes realmente no tienen horario.

Una madre llora si su hijo-a no tiene un ambiente de estudio en su casa, si no le pregunta por su infancia y quiere ver sus fotos, si no recibe piropos de su hijo-a, si ya no quiere acompañarle a salir a pasear, si se siente infravalorado por quien debe hablar bien de él, si en la cartera ya no lleva sus fotos, si no responde a una llamada, si no le trae con orgullo las calificaciones y si si tiene cajones cerrados donde esconde el secreto de un sufrimiento.

Un padre llora si no hay momentos para conversar, si los consejeros no pueden reconocer el alcance de unos actos, si la verdad no aflora ni en las pesadillas, si la paz se ha alejado de la casa y si hay muchos almuerzos en silencio.

Una madre llora si encuentra ropa deshilachada o pantalones que huelen, si hay diarios que saben a lágrimas, si los libros que se leen son parte de la farfolla de la calle, si no entiende ni comprende una lectura, si empieza a notar diferencias con los compañeros o compañeras, si le afecta por igual el invierno que el verano, si faltan sonrisas al amanecer y si no le pide que le tome la lección.

Un padre llora si la necesidad de dinero hace presencia por sorpresa, si no se cruzan las miradas en la calle, si algún comentario te lo trajo un pajarito, si te llaman del colegio o te avisan de la biblioteca, si hay diarrea o si sufre estreñimiento.

Los hijos lloran con frecuencia, pero los padres lloran por necesidad y responsabilidad.

Vuestro amigo, que nunca os falla.



JUAQN